Historia de la mecánica cuántica
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Para intentar comprender la mecánica cuántica actual es necesario adentrarse en la mente de los grandes científicos que han ido moldeando esta ciencia en poco más de cien años, e intentar comprender las geniales ideas (tanto por originales como por sabias) que la hicieron posible.
La historia de la mecánica cuántica comenzó con el físico austriaco Ludwig Boltzmann. Fue el primero que, más allá de los filósofos de la de la época aristotélica, afirmó la existencia de los átomos. Boltzmann centró sus estudios en la energía de las partículas; especialmente la termodinámica (cosa que se demuestra al observar la constante que lleva su nombre y que relaciona la temperatura absoluta de un sistema de partículas con la energía que posee). Estudiando las partículas llegó a tener un gran conocimiento de éstas, lo que le llevó a la conclusión de la existencia de los átomos. Por esto, fue odiado en el mundo de la física (“Los genios son aquellos que defienden sus ideas mucho antes de que éstas sean demostradas” – Anónimo).
En 1906, Boltzmann, durante unas vacaciones de verano, mientras su hija y su mujer nadaban en el mar de la bahía de Duino, se ahorcó. No se sabe la causa exacta, pero arrastraba una larga depresión por la nula aceptación científica que tenía su idea, reforzada en los últimos meses de su vida por muchas demostraciones matemáticas que hizo y que nunca vieron la luz.
Lo más trágico de esta historia es que, un año antes del suicidio de Boltzmann, un científico del que quizás habréis oído hablar, Albert Einstein, había demostrado la existencia de los átomos. Esto lo hizo gracias al siguiente problema: ¿por qué los granos de polen “saltan” en el agua?. Einstein llegó a la conclusión de que esto sólo podía ser posible si los átomos existían, y esto se comprobó por las exactísimas predicciones que se lograban con los cálculos de Einstein sobre este extraño movimiento:
el movimiento Browniano.
Con esto, Einstein fue capaz de calcular el tamaño de dichos átomos, tamaño que voy a expresar con una simple analogía en vez de con cifras con una larga fila de ceros: hay dos veces más átomos en un vaso de agua que vasos de agua se necesitarían para contener el agua de todos los océanos.
En ese momento aparecieron en escena los jóvenes científicos y premios Nóbel Ernest Rutherford y su alumno Niels Böhr. Eran dos personas muy distintas estudiando lo mismo: el átomo.
Rutherford realizó su máximo descubrimiento sobre la estructura del átomo gracias al experimento de la lámina de oro. Ese experimento constaba de un tubo con un material radioactivo (en ese caso Polonio) del que salían partículas en una sola dirección, una lámina de oro de unos 200 átomos de espesor y una placa fluorescente. El experimento se realizaba con la luz apagada, enfocando las partículas que emitía el material radioactivo hacia la lámina de oro. Observaba la trayectoria al ver como la pantalla fluorescente se iluminaba tenuemente cuando esas partículas chocaban con ella.
No pasaba nada extraño. Parecía que las partículas atravesaban la lámina de oro como si no estuviese ahí. Entonces, Rutherford (mente brillante e intuitiva donde las haya) puso otras dos placas fluorescentes justo al lado de la “pistola de partículas” que las emitía, para ver si alguna rebotaba en el oro. Tras dos años observando paciente y meticulosamente llegó a la conclusión de que, aproximadamente una vez cada media hora, una partícula que emitía la fuente rebotaba en la lámina de oro. En palabras de Rutherford: “Eso era tan sorprendente como si le disparases balas de cañón a una hoja de papel y rebotasen hacia ti”. Con esto, Rutherford fue capaz de establecer por primera vez una estructura atómica demostrable y con base científica (inspirado en el sistema solar): un núcleo central y electrones en órbita (como planetas) alrededor de ese núcleo.